Crucé varias calles hasta llegar a la estación de autobuses y allí tomé el primero que salía hacia las montañas. A partir de ahí, todo fue más fácil: primero subir y subir, luego bajar y bajar. Así durante varias horas hasta que llegué a un bosque umbrío y húmedo. Me asaltaron los miedos de siempre, las "sombras", los rugidos de las bestias que atravesaban hirientes la espesura. El miedo. Pero no importaba nada, había que seguir.
Abandoné el bosque y, de repente, me vi en medio de una llanura desértica, blanca y árida como la sal. El sol empezó rápidamente a quemarme y, en apenas un par de horas, me había bebido toda el agua de que disponía. Rápidamente comenzaron las alucinaciones: un campo de margaritas blanco y amarillo se extendió hacia el horizonte, y arroyos frescos y árboles frutales suavizaban el camino. Aunque mi mente conseguía caminar fresca y en paz, mi cuerpo comenzó a llenarse de llagas, hasta que, por fin, llegué al "Gran Río". Me bañé en sus aguas y en su orilla descansé, apenas lo necesario para reemprender el camino. Hipnotizado, seguí su curso.
Poco a poco iba llegando al final de mi destino: el rugido de "La Gran Cascada" se hacía cada vez más audible, me llamaba, me atraía como si fuera el aullido de un millón de truenos, gritando:
VEN.
Y, como supuse, allí, en el borde del abismo, esperándome, sólo una MANO:
La mano de un mundo que se hunde.
Se hunde.
(Foto: Calle Serrano, Madrid. Diciembre de 2010)
